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El precio de lo que no se compra

Serie Especial Parte 1

Hay temas que, de tanto manosearlos, uno cree que ya se dijeron completos. La felicidad es uno de ellos. Todo el mundo tiene una teoría. Y entre TED Talks, tuits, pódcasts, reels de gurús y uno que otro video de Mujica, uno termina creyendo que ya lo entendió.

Esta serie en dos partes no es un manual ni una respuesta final. Es un intento de que pienses mejor en el significado de la felicidad. En esta primera entrega hablaremos de dos conceptos bien chulos sobre estar feliz EN tu vida y estar feliz CON tu vida. En la segunda es donde nos iremos más filosóficos: vamos a ver qué pasa cuando la vida no coopera, los cuartos no aparecen, pero tú decides que vas a ser feliz a pesar de haberlo perdido todo.

Para hablar de felicidad es casi obligatorio hablar de Laurie Santos, una psicóloga de Yale creadora de Psychology and the Good Life, la clase más famosa en la historia de la universidad. Cuando la ofreció por primera vez, más de 1,200 estudiantes —un cuarto del campus— se inscribieron. Luego la adaptó como curso gratuito en línea bajo el nombre The Science of Well-Being, y desde entonces más de 4 millones de personas alrededor del mundo se han inscrito (incluyendo a quien escribe este especial). 

Definiendo la felicidad

Laurie divide la felicidad en dos capas: estar feliz en tu vida y estar feliz con tu vida. Cuando uno está feliz en su vida es cuando tiene básicamente momentos bacanos: alegría, placer, salud, comida, tranquilidad. Pero estar feliz con tu vida es mirar hacia atrás —o hacia adelante— y sentir que tu vida tiene sentido, propósito y dirección.

Ya te estarás imaginando el problema: que a veces tenemos una, pero no la otra. Puedes estar feliz en tu vida hoy sábado dándote unos tragos y cuadrando para un encuentro íntimo con alguna persona que siempre te dice que sí, pero no estar feliz con tu vida el lunes cuando vuelves a una rutina y a un trabajo que te tiene jarto, así con jota.

El 80% de los problemas

Hay una narrativa popular —sostenida por muchos que ya tienen resueltos sus problemas básicos— que dice que el dinero te soluciona «el 80% de los problemas». Y aunque no está del todo equivocada, también es una simplificación peligrosa.

Sí, el dinero paga el dentista. Paga el psiquiatra. Paga el gym. Te da cama buena, comida caliente y tiempo para hacer jugar padel con el nuevo grupo. Pero hay una pequeña trampa en ese porcentaje. Porque ese 80% es funcional, no emocional. No se traduce directamente en paz mental, relaciones sanas o propósito vital. Decir que el dinero lo cura «casi todo» es como decir que tener wifi, WhatsApp y una cuenta de Instagram resuelven el problema de la soledad. Ayuda, claro. Pero no es lo mismo, y al final puede hasta joder más.

El ejemplo incómodo

Y si tienes dudas, piensa en esto: si tu hijo estuviera gravemente enfermo, ¿darías todo tu dinero por verlo sano otra vez? Ni siquiera hay que darle mente a esa respuesta. En ese escenario, nadie con corazón prefiere el dinero. Lo que da felicidad no es la cuenta de banco, es el vínculo.

El ejemplo es crudo, pero a veces es lo que necesitamos para aterrizar y saber qué es lo que verdaderamente nos da felicidad. Y lo más duro: hay enfermedades y accidentes que ni todo el dinero del mundo puede curar. Y es ahí donde la verdad se vuelve doblemente cruda. Porque cuando la vida te arrodilla, ahí es donde entiendes que el dinero puede acompañarte, no salvarte. Pero esa parte de visualización negativa la vamos a tratar en el próximo especial.

Los famosos 75,000 dólares

Uno de los estudios que más se cacarea sobre dinero y felicidad es el de Daniel Kahneman y Angus Deaton en 2010.  Ellos encontraron que, en Estados Unidos, la gente tiende a sentirse mejor con su vida mientras ganan más, hasta llegar a unos USD 75,000 al año. A partir de ahí, el dinero sigue comprando cosas, pero ya no compra emociones. Es decir: te sientes más exitoso, pero no necesariamente más feliz.

La vaina es que ese estudio se hizo en EE. UU., con su sistema de salud carísimo, su cultura de consumo y sus desigualdades internas. Aplicarlo a RD así por así en un país con otra realidad, otros salarios y otro estilo de vida, pudiera funcionar pero se pierde la mitad del sentido.

¿Y si no se siente como esperabas?

Laurie Santos habla de que el problema no es solo cuánto ganas, sino qué esperas sentir cuando logras ganar lo que querías. Está claro que ganar dinero te da una alegría momentánea, pero mira esto que dice Laurie.

Ella explica que el dinero afecta dos capas distintas de felicidad:

  • El bienestar emocional, que se estabiliza con un ingreso decente.

  • La evaluación de vida, que sigue subiendo con el dinero, aunque tú no te sientas mejor.

Eso quiere decir que puedes estar ganando el triple y vivir igual de estresado, pero pensar que «deberías» estar feliz. Una cosa es vivir bien, y otra es haber comprado la idea de que deberías estar feliz solo porque estás ganando bien. El dinero puede subirte en la escalera social, pero eso no significa que estés cómodo en el escalón donde estás parado. Y si la vida no se siente bien desde adentro, ningún sueldo la va a hacer lucir bien desde afuera.

No todo el dinero se gana

Todo el mundo habla de cuánto ganas. Ya sean los famosos 75 mil o lo que sea que ganes. Pero muy pocos se atreven a preguntar cómo lo ganas. Resulta que el camino de la vida importa tanto como el destino. Porque no es lo mismo cobrar un sueldo haciendo algo que te construye, que facturar por algo que te destruye. El dinero tiene muchas funciones: te da opciones, te da poder, te da estatus. Pero nos ponemos viejos, y el dinero no puede devolverte el tiempo que sacrificaste en algo que odias. Ni la dignidad que perdiste por complacer a gente que no respetas. La felicidad tampoco sobrevive a un entorno tóxico, ni siquiera con el doble sueldo de diciembre.

En su libro Why Good People Do Bad Things, James Hollis habla de las trampas del éxito externo: cuando trabajas para llenar un vacío, lo único que logras es agrandarlo. La ambición puede ser una fuga, no un propósito. Y eso no lo arregla ni «ei bono e Mícalo».

El dinero como amortiguador

Claro, porque vamos a estar claros: el dinero no es malo. Nunca he visto una papeleta de 2000 pesos hablando mal de nadie. Andrew Huberman, neurocientífico de Stanford, lo explica de forma clara: el dinero no elimina el sufrimiento, pero puede amortiguar el estrés. Actúa como un colchón fisiológico, psicológico y además práctico.

Es decir, tener dinero reduce la incertidumbre (que es uno de los mayores gatillos de cortisol), te da margen de maniobrar cuando la vida se complica, y —quizás más importante— te devuelve la sensación de control, que es una de las claves neurobiológicas del bienestar.
En buen dominicano: cuando tienes dinero, el mundo no te jode igual. 

¿Para qué lo quieres usar?

Pero ojo: que el dinero reduzca el estrés va a depender de si no andas galloloqueando. Si ya tú lo tienes o lo quieres tener para gastarlo sin conciencia o para echar vainas, o para pertenecer al grupito de los Rolex, entonces se convierte en otra fuente de estrés y angustia. La tranquilidad que el dinero promete solo llega si se sabe administrar. Eso implica saber diferenciar entre necesidad y deseo, entre inversión y distracción.

No es lo mismo usar el dinero para estar plantado y sentirte cómodo con quedarte sin trabajo seis meses, o aguantar un internamiento en una clínica, que usarlo para llenar un vacío o para echar vainas.  Cuando el deseo se convierte en adicción —más cosas, más estatus, más validación— no hay tarjetazo que te haga mejor persona. Se cambia el objeto, pero no se calma el vacío. Como diría Hollis: «nada externo puede arreglar un problema de origen interno». Es decir, el dinero como herramienta funciona, pero solo si aprendes a usarlo sin que te use a ti.

Entonces… ¿me da infelicidad?

Depende de ti. Pero tampoco es irrelevante. Lo justo sería decir que el dinero crea condiciones para la tranquilidad, no para la plenitud. Abre la puerta, pero no te empuja adentro. Te da el mueble, pero no la paz para sentarte. 

Por eso es sumamente importante aprender a manejar el dinero, porque a veces lo que necesitamos no es más dinero, sino menos ansiedad por tenerlo todo. Menos deuda emocional con lo que nos dijeron que era el éxito, ya sea la sociedad o tus papás. 

Porque, al final, lo que el dinero no puede comprar —y que a veces hasta nos quita— es lo único que da felicidad de verdad: estar en paz en tu vida… y orgulloso con ella.

¿En qué quedamos entonces?

Volviendo a estar feliz con tu vida y estar feliz en tu vida, entonces se podría decir que el dinero te ayuda a estar feliz en tu vida: alivia el presente, menos calor, te da acceso a cosas bonitas, da confort; reduce el miedo de no tener qué comer ni cómo pagar el colegio, una clínica o la universidad. Pero no garantiza que estés feliz con tu vida. 

Porque el dinero no construye propósito, ni sentido, ni identidad. Puede darte el tiempo para pensar en esas cosas, pero no te las resuelve. Estar cómodo no es lo mismo que estar claro. Y si uno no está claro, puede tenerlo todo… y aún así sentirse perdido.

En la próxima entrega nos vamos al otro extremo: cuando el bienestar no se compra, cuando la alegría se vuelve resiliencia, y la felicidad —si llega— tiene que aparecer disfrazada de aceptación, porque lo que se perdió ya no vuelve.

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